jueves, 28 de enero de 2010

Entre la 'ficción filológica' y la 'crónica de andanzas lectoras' hay un abismo


Desde los tiempos de la Grecia helénica, como poco, existe el interés por conocer, no sólo el origen y la evolución de los textos literarios, sino también la personalidad de aquellos que los escribieron. Por supuesto, hay en ese afán por 'figurarse' el autor una intención de comprensión mejor del texto a través de su contextualización, de captar el espíritu de lo escrito, algo que ha marcado culturalmente la epistemología filológica desde la teología hasta el derecho, pasando, claro está, por la literatura. Homero era ciego y aedo, pero quienes escribieron de puño y letra estos datos ya dudaban de si en realidad el autor de la Ilíada y de la Odisea era una sola persona e incluso de si había existido realmente. La leyenda es algo indisociable del estudio biografista.

Hasta la época helenística la Ilíada y la Odisea fueron tenidos por textos históricos verídicos. Puestos en cuestión como tales entonces, el interés en ellos pasa de lo que se dice a cómo se dice, es decir, el texto deja de entenderse a pies juntillas y empieza a leerse en él un mensaje velado, oculto tras la literalidad de las palabras (metáforas, analogías, metonímias, parábolas...). Además, se tienen en cuenta el pie forzado de la cerrazón estética de la métrica y los ritmos semánticos y expositivos; así como el cambio sufrido por el lenguaje durante los siglos que separan al escritor del lector. Éste lector futuro, descontextualizado él mismo, debe hacer el esfuerzo por entender no sólo a qué refiere cada una de las palabras del texto, sino qué quieren decir y, más difícil todavía, a qué referían y qué querían decir. A nadie se le escapa que escribir 'pez' en Roma antes y después de Cristo no es lo mismo. Imaginarse al escritor, cuándo y por qué escribió, cómo, para quién, con qué fin, bajo qué circunstancias culturales, cómo era él, ¿rico?, ¿cojo?, ¿sacerdote?, ¿un resentido?, parece ser el único modo de afrontar ese problema hasta el advenimiento de los formalistas del XX.

¿Pero de qué elementos dispone el lector de un texto para hacer esta 'figuración' del personaje-autor? ¿De qué fuentes puede beber? Básicamente de cinco: 1. Lo que nos dice de sí mismo el autor en sus propios textos, las referencias que intrínseca o extrínsecamente haga de sí. 2. Lo que nos dicen del escritor otros textos contemporáneos suyos o de quienes le conocieron (judiciales, crónicas, memorias). 3. Lo que nos dicen de él textos escritos a posteriori recogiendo la tradición (como la Vida de Pitágoras de Porfírio o las vidas de los trovadores). 4. A través de los elementos que el lector conoce de la época en que situa al escritor y que proyecta en la figura del personaje-autor (baste tener en mente cualquier representación plástica de la imagen de San Isidoro). 5. A través del uso literario que de este personaje-autor hagan otros escritores (Aristófanes con Esquilo y Eurípides en Las ranas, Dante con Virgilio, Torres Villarroel con Quevedo...). El terreno para la leyenda está abonado.

Podemos pensar en Diógenes Laercio y sus Vidas de los filósofos griegos, pero también podemos pensar en Lanson y la crítica literaria biografista de mediados del XIX, heredera en parte de la crítica romántica. Al fin y al cabo, sea cual sea el origen de los datos que se usen para trazar la biografía del escritor, leyendas, tradiciones o documentos objetivos, el resultado a hojos del lector de la biografía acaba siendo el mismo, la figuración, más o menos semejante al inaccesible escritor, de un personaje-autor. Leemos a Quevedo y él siempre lleva puestas sus gafas.

En nuestros días, el espacio para la ficción es enorme. El lector ávido por interpretar un texto se descubre creador de una ficción propia que debería ser su clave para esclarecerlo. Se encuentra en una paradoja. Nace así lo que podría llamarse 'ficción filológica'. Por supuesto pueden hallarse antecedentes más o menos afines, como El Scholastico de Cristóbal de Villalón, pero siempre salvando las distancias que son muchas. Los ejemplos abundan en las librerías, desde Borges hasta Sebald. Pero quizá el libro más paradigmático de todos, y para mí la mejor obra de este autor, sea Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas. Allí la ficción es descarada y no está velada bajo ningún monólogo interior, ninguna sátira ni ningún sudoku filológico-especulativo. Partiendo de la investigación filológica historicista y apoyándose en la leyenda (hija del chismorreo y la mitomanía) Vila-Matas juega a llenar huecos en la biografía de los personajes-autor como más le place, haciendo gala de su imaginación y de su erudición, algo que sólo mejora un texto nunca lo hace más aburrido o inaccesible. La crítica literaria, o la interpretación de los textos del autor convertido en personaje, como hemos visto, es inherente a este proceder que viene de muy lejos.

¿Pero qué pasa si despojamos esta 'ficción filológica' de su componente imaginativa? Que nos queda una triste relación de referencias más o menos eruditas y una crítica literaria a menudo descafeinada. Todo lector genera en su imaginario esta figuración del autor. Cuando luego este lector nos narra su lectura de un texto, vierte en esa narración parte de un personaje-autor que ha construido para explicárselo, pero no lo pone en cuestión. Aquí está la trampa y la diferencia inmensa entre las estimulantes 'ficciones filológicas' y lo tostón que resultan las 'crónicas de andanzas lectoras'. En las primeras, el autor de las mismas reclama y se gana la complicidad del lector en ese juego imaginativo de creación de personajes-autor, jugando a la vez el papel de autor y lector, lo que supone una captatio benevolentia formidable. En las segundas, la acumulación de erudición y relación de sucesos lectores suele eclipsar la imaginación, cuando le deja espacio, y el personaje-autor se nos presenta siempre de una forma casi monolítica, poco dada a la participación o a la complicidad del lector. A uno no le gusta demasiado que le cuenten la vida en una novela si no hay un universal o la posibilidad de una identificación, la posibilidad de participar activamente en el texto. Y menos que le cuenten la vida de las lecturas propias sin más, hablándonos más del leer que de los textos y de los secretos que esconden. Los anecdotarios de la experiencia lectora son terriblemente aburridos.

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