Quería cantar los versos más hermosos aquella noche.
Cantar, por ejemplo, la Luna es párpado entreabierto de un arcángel que guarda por igual todos los sueños.
Cantar, por ejemplo, la dicha de un esclavo sin cadenas, la vida tranquila de un alguien honrado, la cosecha abundante de lo sembrado.
Cantar al campo florido, a los bosques, a las altas tarteras, a los picos altivos, a la mar entera y a la madre tierra que me embriaga, me embriaga, me embriaga.
Quería cantar en verso hazañas humanas sin sangres ni balas, decir un amor que no juega a diferentes e iguales, colmar el aire de palabras amables, redundar en rima evidencias estivales.
Y quería que a aquel canto lo adornaran amistades, el puchero común de los martes y los viernes, los dones que si no das pierdes, el trueque, los besos, las artes.
Pero quedó afónico mi cantar. Y aquí se me escapó un mentís y allá un gazapo, y lo huraño me erosionó los rasgos, y, solo o mal acompañado, me comí la olla de sopa de piedra desabrida los sábados.
Que las gestas hoy son prosaicas cuando no criminales. Que hay a quien avergüenza el amor hasta en los altares. Que el mundo no es Arcadia, no es Jauja ni es el Dorado.
Canté, sin remedio todavía, la esclavitud del esclavo esclavizado, la lengua rabiosa de quien se la muerde para esquivar guadañas, la abundancia en los bolsillos de quien siembra promesas con saña y, luego, engaña.
Canté, todavía, que la Luna es uña de un demonio descerebrado sobre una pizarra sin astros. Que...
Yo quería cantar los versos más hermosos aquella noche.
Lo siento. De verdad que quería cantarlos.