De un tiempo a esta parte está de moda (porque esta actitud pueril no tiene más rango que el de moda), rechazar todo aquello que de un modo u otro se identifica como un símbolo de la violencia. No se rechaza la violencia o sus efectos nocivos, se rechaza todo aquello que puede usarse como chivo expiatorio de los efectos destructivos de la misma. Esa actitud, salta a la vista, no sólo es violenta en sí misma, sinó que además es de cariz asalvajada y casi fascista (en el sentido de que impone rangos al derecho a existir de las cosas del mundo).
Se ha llevado hasta tal punto lo grotesco de esta conducta pretendidamente pacifista, que se ha llegado a criminalizar a un museo de la historia militar (¡un museo!) como algo violento y nocivo en Barcelona. Lo único que sé es que en ese museo se exponían objetos históricos de alto valor didáctico y maquetas valiosísimas, amén de arte militar con cierto valor estético. Todo ello, de un plumazo (o más bien de un manotazo), ha quedado violentamente relegado al muladar en forma de almacenes que regenta lo políticamente correcto para tapar sus vergüenzas y gestionar su hipocresía. Entre otras cosas, el museo explicaba las tácticas militares, los usos en la lucha y los códigos éticos que fueron rigiendo las guerras a largo de la historia. Ese museo enseñaba que, contrariamente a lo que pasa hoy día en las guerras libradas por esos políticos que se llenan la boca de la palabra paz, éstas tenían su código de honor y unas reglas de conducta variables según la época que evitaban, entre otras cosas, que se matara a civiles de forma masiva (como pasa ahora), que se usaran escudos humanos (como pasa ahora), que hubiera mecanismos de intercambio de prisioneros en lugar de ejecutarlos a las primeras de cambio o torturarlos (como pasa ahora) y que permitía a la Cruz Roja (organización de origen eminentemente bélico, no lo olvidemos) entrar al campo de batalla (no a la ciudad de batalla) de forma neutral (algo que ya no pasa ahora que está sumamente politizada en los conflictos).
La violencia no es una calidad que se tiene o no se tiene, es una substancia del propio mundo, algo que lo integra. Hasta un oso de peluche ejerce violencia en su existir cuando ocupa un lugar en el espacio impidiendo que sea ocupado por otro. En todo elemento de la naturaleza existe una guerra que le permite sobrevivir o sucumbir definitivamente. El diálogo, precisamente, es una forma culturizada de la violencia intrínseca a la toma de decisiones políticas que afectan al orden social. ¿Dónde está el diálogo hoy día? En ninguna parte. A cambio: insultos, preopotencia, oligarquías, plutocracias y demás miserias pueblan los recovecos de la política actual.
No es posible una cultura de la paz si no se entiende que esta es también una cultura de la violencia. La Convención de Ginebra o los Derechos Humanos, hoy día absolutamente prostituidos ambos, fueron hitos de esa culturización de la violencia humana en su forma más deplorable, la de la guerra, precisamente, para encauzar y evitar en la mayor medida posible sus peores estragos. Negar la violencia y quemar sus símbolos modernos (arbitrarios siempre) en la hoguera de las cazas de brujas del XVII es una forma de barbarie, de ningún modo eso es pacifismo. Como no lo es la recién disculpa por carta de Ratzinguer (como si estuviéramos en el siglo XIX y no existieran teléfono, internet e investigación policial moderna) en lugar de una actuación diligente y violenta, y culta, contra los hijos de la gran puta que abusaron de su poder eclesiástico para satisfacer su lujuria con niños de medio mundo. La sangre de horchata es la máscara más lograda del fanatismo excluyente y de la imposición de aquello que la cultura no toleraría de ninguna de las maneras.
Esto no es una reivindicación del revanchismo, de la guillotina, de la pena de muerte o de lo paramilitar. Todo lo contrario. Yo también sueño un mundo sin guerras, ejércitos ni dolor. Sólo digo que el camino para lograrlo pasa por culturizar, por civilizar, aquello que forma parte de nosotros. Marcar claramente cuáles deben ser los límites de la violencia para que, a poder ser, jamás vuelva a pasarse de las palabras a los puños y que si se pasa, sea en un cuadrilátero y no en una fiesta mayor de pueblo con niños de por medio, por ejemplo.
Giordano Bruno escribió en su día que la importancia de las cosas, aquello que al fin y al cabo conformaba su ser, no estaba en ellas mismas sinó en los vínculos que se establecían entre sí y en la calidad de los mismos. Las matemáticas hace tiempo que trabajan con 'f(x)' (función de x) y no con variables 'x, y, z' para construir los modelos que luego nos sirven para calcular tensiones, fatigas y esfuerzos en los edificios, en las células tumorales o en la investigación astronómica. La violencia civilizada convirtió en héroes a Aquiles con la espada y a Ulises con la lengua. La violencia asalvajada fue lo que conviertió en mónstruo a Hitler, tanto en la lengua como en la espada. El culto actual a la sangre de horchata es la pantalla detrás de la cual se esconde la peor bomba de relogería. Como escribiera Gregory Corso en Gasolina: ¡Bomba! No puedo odiarte. Acaso odio la quijada del asno, el tomahawk...
Se ha llevado hasta tal punto lo grotesco de esta conducta pretendidamente pacifista, que se ha llegado a criminalizar a un museo de la historia militar (¡un museo!) como algo violento y nocivo en Barcelona. Lo único que sé es que en ese museo se exponían objetos históricos de alto valor didáctico y maquetas valiosísimas, amén de arte militar con cierto valor estético. Todo ello, de un plumazo (o más bien de un manotazo), ha quedado violentamente relegado al muladar en forma de almacenes que regenta lo políticamente correcto para tapar sus vergüenzas y gestionar su hipocresía. Entre otras cosas, el museo explicaba las tácticas militares, los usos en la lucha y los códigos éticos que fueron rigiendo las guerras a largo de la historia. Ese museo enseñaba que, contrariamente a lo que pasa hoy día en las guerras libradas por esos políticos que se llenan la boca de la palabra paz, éstas tenían su código de honor y unas reglas de conducta variables según la época que evitaban, entre otras cosas, que se matara a civiles de forma masiva (como pasa ahora), que se usaran escudos humanos (como pasa ahora), que hubiera mecanismos de intercambio de prisioneros en lugar de ejecutarlos a las primeras de cambio o torturarlos (como pasa ahora) y que permitía a la Cruz Roja (organización de origen eminentemente bélico, no lo olvidemos) entrar al campo de batalla (no a la ciudad de batalla) de forma neutral (algo que ya no pasa ahora que está sumamente politizada en los conflictos).
La violencia no es una calidad que se tiene o no se tiene, es una substancia del propio mundo, algo que lo integra. Hasta un oso de peluche ejerce violencia en su existir cuando ocupa un lugar en el espacio impidiendo que sea ocupado por otro. En todo elemento de la naturaleza existe una guerra que le permite sobrevivir o sucumbir definitivamente. El diálogo, precisamente, es una forma culturizada de la violencia intrínseca a la toma de decisiones políticas que afectan al orden social. ¿Dónde está el diálogo hoy día? En ninguna parte. A cambio: insultos, preopotencia, oligarquías, plutocracias y demás miserias pueblan los recovecos de la política actual.
No es posible una cultura de la paz si no se entiende que esta es también una cultura de la violencia. La Convención de Ginebra o los Derechos Humanos, hoy día absolutamente prostituidos ambos, fueron hitos de esa culturización de la violencia humana en su forma más deplorable, la de la guerra, precisamente, para encauzar y evitar en la mayor medida posible sus peores estragos. Negar la violencia y quemar sus símbolos modernos (arbitrarios siempre) en la hoguera de las cazas de brujas del XVII es una forma de barbarie, de ningún modo eso es pacifismo. Como no lo es la recién disculpa por carta de Ratzinguer (como si estuviéramos en el siglo XIX y no existieran teléfono, internet e investigación policial moderna) en lugar de una actuación diligente y violenta, y culta, contra los hijos de la gran puta que abusaron de su poder eclesiástico para satisfacer su lujuria con niños de medio mundo. La sangre de horchata es la máscara más lograda del fanatismo excluyente y de la imposición de aquello que la cultura no toleraría de ninguna de las maneras.
Esto no es una reivindicación del revanchismo, de la guillotina, de la pena de muerte o de lo paramilitar. Todo lo contrario. Yo también sueño un mundo sin guerras, ejércitos ni dolor. Sólo digo que el camino para lograrlo pasa por culturizar, por civilizar, aquello que forma parte de nosotros. Marcar claramente cuáles deben ser los límites de la violencia para que, a poder ser, jamás vuelva a pasarse de las palabras a los puños y que si se pasa, sea en un cuadrilátero y no en una fiesta mayor de pueblo con niños de por medio, por ejemplo.
Giordano Bruno escribió en su día que la importancia de las cosas, aquello que al fin y al cabo conformaba su ser, no estaba en ellas mismas sinó en los vínculos que se establecían entre sí y en la calidad de los mismos. Las matemáticas hace tiempo que trabajan con 'f(x)' (función de x) y no con variables 'x, y, z' para construir los modelos que luego nos sirven para calcular tensiones, fatigas y esfuerzos en los edificios, en las células tumorales o en la investigación astronómica. La violencia civilizada convirtió en héroes a Aquiles con la espada y a Ulises con la lengua. La violencia asalvajada fue lo que conviertió en mónstruo a Hitler, tanto en la lengua como en la espada. El culto actual a la sangre de horchata es la pantalla detrás de la cual se esconde la peor bomba de relogería. Como escribiera Gregory Corso en Gasolina: ¡Bomba! No puedo odiarte. Acaso odio la quijada del asno, el tomahawk...
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