Se dice que el web 3.0 traerá consigo una nueva forma más directa y cotidiana para el usuario de relacionarse con la red. Será mucho más accesible, la tendremos literalmente hasta en la sopa y nuestra relación con ella será mucho más directa y desenfadada, más oral y menos escrita, más amigable o más pragmática según se quiera ver. Pero hay otro reto que el Internet 3.0 deberá resolver y que atañe justo a lo contrario: al peso y a la permanencia de todo lo generado directamente en formato digital y no analógico.
Nuestra cultura, hablo de la Indoeuropea especialmente, se ha fundamentado históricamente en la escritura y en su valor añadido de permanencia respecto a la palabra oral. Desde el derecho, que ya en Roma exigía que todo figurara por escrito para considerar siquiera su existencia (contratos, testamentos, nacimientos, defunciones, juramentos...); hasta la teología (sea hebrea, cristiana, islámica o incluso védica) que centra sus esfuerzos en la interpretación de textos cuyo origen se atribuye de forma más o menos directa a la divinidad como un mecanismo de alzarlos por encima de la incertidumbre lingüística inherente a la comunicación entre humanos y darles un mayor rango: recordar cómo es Dios quien revela el Corán a Mahoma, cómo el Mahabarata es dictado por Vidura a Ganesha o cómo Romano el Mélodo empezó a componer sus himnos litúrgicos, todavía hoy usados por el cristianismo ortodoxo, tras obedecer a la Vírgen y comerse unos rollos de pergamino emulando al Jacob del Antiguo Testamento que comiera ascuas ardientes.
En esta civilización cuya piedra angular cultural es el código escrito aparece Internet. Por más que digeran los agoreros al principio se ha demostrado que la red no sólo no ha acabado con la escritura sinó que la ha fortalecido hasta límites insospechados a todos los niveles. A nivel lingüístico la creación de signos como los emoticonos, entre otros muchos fenómenos nada desdeñables como las abreviaciones, suponen un hito comunicativo enorme: jamás se habían expresado de un modo tan espontáneo y directo emociones pasajeras que tienen validez sólo mientras duran la emisión y la recepción primeras del mensaje, nunca más allá. El presente plasmado en un texto se acorta, a cambio éstos se multiplican sobremanera. El género epistolar está más en boga que nunca, nuevo, cambiado, pero contrariamente a lo que pronosticaban los cenizos, se usan hoy día muchísimos más estimados y atentamentes que hace apenas diez años. Las bandejas de entrada de gmail son bitácoras de a bordo de cada uno de nosotros que en muchos casos cuentan ya con años de palabra escrita. El periodismo ha entrado en un espiral ascendente por el que puede que encuentre la salvación a su miserable y mezquino estado actual. Con un click puedo consultar ediciones facsimilares digitales de autógrafos de prácticamente todos los autores importantes de nuestra historia, leer más tipografías de las que disponía en cualquier gran bilbioteca estatal. Y la lista sería inmensa.
Y aquí es donde entra el reto. La permanencia casi inalterable de lo escrito sobre arcilla, cera, roca, plomo, papiro, pergamino o papel permitía que nuestra civilización la usara como prueba de lo acontecido, de lo pactado, de lo pensado o de lo cantado. La idea de universalidad hubiera sido imposible sin esta característica, pues la posibilidad de identificación con algo escrito hace varios siglos o en otras latitudes induce a concebirse como humano entre humanos además de como indivíduo a secas. Pero hay una serie de hechos que sí que podrían poner en jaque los cimientos epistemológicos de nuestra civilización. La duración de lo escrito.
No hay nada más volátil que un conjunto de ceros y unos cuya posibilidad de mantenerse vivos y perdurar en el tiempo es que sean copiados una y otra vez hasta la saciedad. Un poco lo mismo que pasaba con los manuscritos de la antigüedad durante el medievo, que si no pasaron por manos de un copista lo más probable es que se perdieran definitivamente, pero a una escala más colosal en cuanto a volúmen de lo escrito y mucho más corta en cuanto al tiempo de reacción. La vida de un texto en papel o en pergamino puede ser de unos varios centenares de años según la conservación de la que goce el soporte donde esté. El proceso de desintegración de la información almacenada en discos duros o cds, por contra, no pasa de unos pocos lustros siendo muy generosos. En el caso de un mail de trabajo o una felicitación de Navidad esto no será nunca un gran problema. Pero en el caso de obra artística, científica o filosófica la cosa se complica. Y en el caso del papeleo administrativo podría llegar a ser un problema de dimensiones dantescas en unos pocos decenios, cuando haya que ir a por aquel papel o aquel certificado para probar vete a saber tú qué cuestión o defender tal caso ante el juez y resulte que ya no quede copia digital alguna porque los soportes se han dañado rápidamente y no se han hecho más copias. Dado el ritmo de crecimiento exponencial del uso de lo digital a través de internet y el desuso de los formatos analógicos, este colapso podría llegar mucho antes de que lo veamos venir si no nos ponemos las pilas pronto. No es un reto para un Internet 4.0 o 5.0. Es un reto para ya.
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